El Farero y la Soledad


El Farero y la Soledad
(trasladado de entradas del blog de Octubre y Noviembre 2009)

     Como cada mañana, Humberto abría los ojos cuando el sol, cálido y limpio entraba en su habitación por la claraboya del techo. Era aquella una secuencia mecánica, un hábito grabado en su quehacer diario como casi todo en su vida.

     Luego subía a la torre y mientras apagaba el sistema contemplaba el mar, su eterno compañero, su soledad, su amigo. El sol se reflejaba en los cristales y lentes del faro y, aumentados por éstos tornaba de una fuerza cegadora. En invierno cuando los días de lluvia y frío pasaban y volvía el astro sol de nuevo, solía permanecer allí con los ojos cerrados, como un lagarto en una roca, sintiendo como el calor del sol traspasaba sus ropas y su piel para calentar su espíritu.
     Si alguien del pueblo hubiera investigado su vida detenidamente, la habría tildado de ¿monótona?, ¿Aburrida?, ¿Tediosa?; pero eso era lo visible, la piel de la manzana, Berto había llenado cada hueco de su vida con poquito de aquella soledad, con un poquito de aquellas playas, acantilados y rocas, su vida no estaba vacía, sobraban viajes, riquezas, ambiciones, él era producto de una vida, de una forma de entender las cosas. distinta, tal vez ahí estuviera la diferencia.
     Berto, como su padre, era farero, desconocía si su abuelo también lo fue, siempre había vivido allí, con su padre y con el recuerdo de su madre. Ésta se” fue” cuando él apenas tenía nueve años, fueron unos años muy duros, su mundo dividido en dos hemisferios, uno para su padre y otro para su madre, se desgarraba como un árbol roto por un rayo. Se quedó sin una mitad, y de ese hemisferio perdido, solo brotó más y más soledad.
     Recordaba sus largas horas sentado frente al mar, inmóvil. sin apenas pensar en nada, la mirada perdida mas allá del horizonte mientras su corazón supuraba dolor contra las rocas. Igual que el amplio paisaje, no existía cobijo para su dolor, no había hueco para tanto vacío.
     Ni su padre, sumido en la desesperación, ni su escasa familia, en las peregrinaciones de consuelo que les hacían, lograron cambiar nada; se limitaron a retirar casi todas sus fotos y recuerdos de la casa, a traer provisiones los primeros días para evitar la inanición y a observar entre calladas lágrimas como Berto ,sentado e inmóvil sobre la roca, fijo como una estatua, penaba la pérdida como la mujer del marinero espera, en vano, la vuelta del navío desde el horizonte.
     En aquellos momentos, sin tener ni edad ni conciencia para ello su mente tejió un plan para subsistir, una forma de sobrevivir a tanto dolor, Berto se encerró en su pequeño universo personal y durante años habló con las olas, conversó con el sol, y gritó con el viento. Veía ir y venir a su padre al cementerio, por el yermo istmo que unía el faro con el pueblo, con paso cansino, cabizbajo, la figura negra de su padre mas bien podría ser la de un difunto que la de un viudo... Su padre nunca superó la pérdida.
     Como dije, su universo se formó desde aquella mañana de primavera, aprovechó todo lo que emanaba vida, belleza; todo aquello que palpitaba orgánica o inorgánicamente le sublimaba, el volar de una gaviota, el brote de la flor, el movimiento de la arena por la playa movida por el viento, el cuenco de agua cristalina que dejaba la marea sobre las rocas planas. cualquier cosa que fuera observable, investigable, eran una fuente de distracción para Berto.
     Pero la naturaleza no siempre estaba dispuesta a mostrarse desnuda ante sus ojos, había momentos, días, a veces semanas, en que el frío, el viento, la lluvia, los sitiaba en el faro como hormigas en invierno, como cangrejos ante la llegada de la marea. Aun en esos días, Berto tenía un observatorio privilegiado, una atalaya hermética y segura desde la que comprobar el enfado del mar con las rocas, el furor del viento con las olas y el llanto de las nubes contra los cristales, en esos días subía las escaleras del faro, y allí desde detrás de las lentes se sentaba a escudriñar el horizonte, el cielo, o el mar, miraba como la luz del faro chocaba contra las gotas de lluvia en su vana búsqueda de un horizonte oculto. Estos viajes a la “atalaya” solo tenían una restricción, los días de tormenta, cuando el cielo temblaba bajo el martillo de Thorn, Odín o Santa Bárbara bendita... entonces no se podía subir.

II
      De sus padres, de sus dos partes del mundo había heredado dos bienes “inmateriales” e invalorables. Su madre, que fuera una muchachita “bien” enamorada de “un farero mal” le había dejado su amor por la lectura, este amor había surgido sin presentaciones, la figura de su madre sentada en la hamaca leyendo todas las tardes, era posiblemente la imagen que más le perduraba de ella y además fue suficiente reclamo para que la curiosidad del niño buscara en los renglones respuesta a la fascinación materna. De muy pequeño, apenas tres años, ella le había enseñado a leer en las noches de invierno, el pequeño sentado en su regazo, con un cuento en las rodillas y ella de incansable educadora, en su silabeo infantil. Cuando la imagen de su madre solo fue un doloroso recuerdo, refugió su mirada en los libros que ésta tanto amaba, tal vez, inconscientemente buscó algo de ella en los texto. Lo cierto que en su “alta guarida” había leído todo los que en su edad le era comprensible, así había viajado con Ismael en busca de Moby Dick, había rescatado el tesoro con Long John, había naufragado en una isla desierta y solitaria, había conocido los fondos marinos en submarinos, los cielos en globos, incluso la luna en naves impulsadas con cañones. Durante esos días no estaba solo, se sentía terriblemente acompañado, pero notaba la ausencia de alguien a quien hacerle partícipe de sus vivencias, a quien contagiar sus alegrías y sus penas. Pero... solo estaba el mar, solo el cielo, solo las rocas. solo.

     De su padre había adquirido otro gran amor... la música. Su padre, que de pequeño aprendió a tocar el violín amaba a Mozart, a Mendelsson, List, Ravel, Verdi, y tantos otros. Sus tardes estaban casi siempre acompañadas de música, y una buena pipa dulzona que llenaba la pequeña casa de sonidos y aromas, que por siempre quedaría fijados en la mente de Berto. A fuerza de escuchar, al principio como se escucha el mar de fondo, aquellas músicas, a fuerza de comprender sus movimientos, sus cambios, y estructuras sus subidas y bajadas, había transformado éstas en caricias, susurros, besos, dolor, pasión... y de nuevo, como pasó con su madre, el otro amor de su padre, se había convertido en amor suyo.
     Un día cuando ya fue mayor, su padre tomó el camino del cementerio, para esta vez, no volver, su enjuta figura se había rendido a la muerte y de él solo quedaron su pipa dulzona y sus discos de música. De nuevo el dolor como una nube de otoño, tiñó su existencia durante un periodo, después, las últimas palabras de su padre deseando el encuentro con su madre había minorado el dolor, en la esperanza de que, donde estuvieran, estarían juntos.
     Si hay que decir la verdad, habrá que decir que Berto no sintió, tanto la soledad, como la ausencia, acostumbrado como estaba a que sus existencias, la suya y la de su padre, viajaran juntas pero sin roces, paralelas, cada uno tenía un mundo que, lejos de girar uno sobre el otro, se traslacionaban juntos alrededor del universo del faro.
     Berto tomó, pues, el puesto de su padre, para la administración este era un puesto que apenas si existía, recibía mensualmente su cheque, válido para pasar el mes, y cumplía su misión con pulcritud y constancia. El trabajo de farero existía pero como una forma de mantener su vida y universo actual.
     No recuerda bien, cuando se le ocurrió la idea, lo cierto que es ésta fue gerrminando en su cerebro durante un tiempo, hasta que pareció completamente formada, después llegó el momento de hacerla realidad. Buscó revistas de electrónica y sonido, compró con sus ahorros los materiales y se puso manos a la obra.
     Para empezar compró un nuevo giradiscos, éste lo conectó a un enorme amplificador y desde estos un manojo de cables serpenteaba por las escaleras de caracol hasta la torre del faro, luego, y esto fue lo más difícil tuvo que suspender y sujetar los cuatro enormes altavoces bajo la pasarela exterior de la torre, éste era el sitio mas seguro para que estuvieran al resguardo del agua y el viento. Cuando las conexiones estuvieron listas, una soleada mañana de marzo, buscó entre los discos, tardó en decidirse y finalmente sonó un Aria de la Opera Norma, Casta Diva de María Callas. Su voz cristalina como las olas en su retirada, voló por los acantilados como los alcatraces, ágil y serena, Berto subió a la torre y sintió como todo su mundo se encontraba por fin reunido en un momento, abrió los brazos, en el momento álgido de la diva y mientras su piel se erizaba, dos lágrimas, las que no supo echar cuando perdió a su madre y a su padre, recorrieron sus mejillas, luego se precipitaron al vacío, Berto era feliz.
     Desde aquel día, la música pasó a formar parte del paisaje, se sentía como “ayudante” del creador, había “mejorado” la obra, haciendo del sonido, de la música, un compañero de la visión, la luz, el aroma, el olor y la brisa. Desde aquel día, la música no dejó de sonar, siempre que fue posible, desde la torre del faro, a veces era Brahms quien acompañaba las nubes, otras Dovrak bailaba con las olas, a veces Wagner luchaba con el viento, Mozart brincaba con las mariposas y libélulas, Vivaldi alegraba los carrizos y Pavarotti, cantaba “Torna Sorrento” al sol del mediodía.

III
     Como dije el faro de Berto estaba lejos del pueblo, un estrecho istmo de rocas soportaba un árido camino de tierra, al final del mismo apenas si se divisaban las primeras casas del pueblo. Normalmente nadie se acercaba al faro, solo algún chaval con su caña se arriesgaba a lanzar sus aparejos a unas aguas rocosas y traidoras para este tipo de artes, aparte de estos, apenas si había visitantes. Por esto fue que Berto quedó un tanto confuso cuando cierto día al subir a la torre vio un grupo de jóvenes, que sobre una manta charlaban animadamente en un recodo del camino... cuando salió a la pasarela exterior una de las jóvenes miró hacia él, y con la familiaridad de quien saluda a un hermano levantó el brazo y lo saludó. Él no la saludó, estaba acostumbrado a saludar al sol, a la luna, al viento y las olas. Pero éstas nunca le habían contestado y menos aún le habían tomado la iniciativa, se sintió molesto consigo mismo... ¿quién era?, ¿Qué quería?, su mundo perfectamente solo se veía invadido por algo, alguien inesperado; Los observó desde detrás de los cristales, oculto por su atalaya, reían, jugaban, charlaban... luego cuando recogieron la manta y tomaron el camino de regreso al pueblo, la joven del saludo miró hacia atrás un momento, como buscando alguien de quien despedirse... como buscándolo a él. Los estuvo mirando hasta que sus figuras se perdieron en la lejanía, su mente se quedó vacía como cuando perdió a su madre y, como a ésta, deseó que volvieran.
     Pasaron varios días hasta que volvieron los “intrusos”, escogió las mejores piezas, a su entender, para que se sintieran “cómodos”, disfrutaba con aquella función de “discjockey”, se sentía como el fantasma de la ópera vigilando desde bambalinas sus actores favoritos, como cuasimodo en la torre de Notre Damme. Cierto día mientras su amado Pavarotti cantaba “che gélida manina” alguien llamó a la puerta rompiendo el embrujo del momento, cuando abrió, ella estaba en el umbral, ella... al principio su rostro apenas se distinguía contra el rojo cielo del atardecer, luego la luz de sus facciones venció al paisaje y Berto observó, ahora detenidamente su rostro, su pelo moreno y ondulado, algo crespo por el viento, acotaban un ojos sonrientes, profundos y negros, su boca sonreía también, en su mano una botella vacía.
     - ¿Puede darnos un poco de agua?
     Berto desvió su mirada de la botella para fijarla en los ojos... 
     - ¿Qué si me puede llenar la botella?.
     - Sí. si, claro – alcanzó a decir torpemente, cogió la botella y se dirigió al fregadero. Por el rabillo del ojo observó como ella, lejos de quedarse en la puerta entró en la casa con paso curioso pero decidido, no podía haber nada reprochable en la manera de hacerlo, pensó él, mas aun, agradó a Berto aquella confianza.
      - Que bonita colección de caracolas, ¿las has cogido tú?. – dijo ella mientras se acercaba al aparador, donde su “colección” de caracolas reposaba.
     -

     - Si, durante muchos años – dijo Berto observando , no sin fascinación como, de la treintena de caracolas, ella cogía su favorita.
     Luego la soltó, tomó la botella de sus manos y se marchó. Cuando ya había salido, se volvió un segundo y casi le grito:
     - Gracias por la música, por ella venimos aquí. Es preciosa.
     Cuando cerró la puerta quedó inmóvil, petrificado, mirando el revés de ésta, algo había cambiado para siempre, algo en su interior había comenzado a arder y él sabía que no podría apagarlo, la sensación era parecida a la sentida cuando en sus lecturas Romeo se despedía de Julieta, pero más profunda. mucho mas profunda...casi sin fondo. Su universo estructurado y casi perfecto se desmoronaba a pedazos y caía en un abismo interminable. La parte más sensata de su corazón intentó poner sentido común a los sentimientos, recomponer aquél puzzle desordenado; cuatro frases, un saludo en la lejanía el primer día, y unas gracias, no podían bastar para socavar las rocas de su faro interno, Puccini con su Madame Butterfly se unía ahora desde los altavoces a este asedio asfixiante y sobrecogedor, haciendo más dolorosa la derrota de la razón a manos del sentimiento.

IV
     Aquella noche fue larga, sentado en el saliente del faro, escrutó, ahora en silencio, el cielo estrellado, la noche no podía ser más perfecta, el viento dormía por detrás del horizonte, mecido tal vez por las pequeñas olas, la luna nueva apenas ocultaba el mosaico de estrellas, y mas que un astro esplendoroso parecía un desgarro en la negra tela del firmamento, todo parecía perfecto... pero algo fallaba, no era igual que otras veces en que esa soledad le había sobrecogido y llenado. Se dio cuenta entonces, que las cosas no son felices o tristes, sino que nosotros mismos l es infundimos e impregnamos el hálito que nos conviene, un cuadro como aquél que tenía delante, le había inspirado sentimientos distintos en otras épocas, a su mente acudieron miles de citas y frases leídas en soledad, acudían todas a empujar mas a su corazón hacia el abismo de amor, ahora entendía muchas de ellas, que, en su momento parecían complicadas y faltas de lógica, recordó en especial una de Shakespeare:

“Entonces y sólo entonces sabrás realmente lo que puedes soportar; que eres fuerte y que podrás ir mucho más lejos de lo que pensabas cuando creías que no se podía más. Es que realmente la vida vale cuando tienes el valor de enfrentarla.”

     Había llegado otro momento crucial en su vida, se enfrentaba a otra metamorfosis, quizás la mas importante, el capullo se abría sin remisión, su corazón bombeaba sangre a sus alas y estas se abrían temblorosas por primera vez.
      La luz del sol tuvo el detalle de despertarlo con calidez, acurrucado en un rincón de la torre, bajó la escalera de caracol y miró los objetos de su casa como quien los ve por vez primera, allí estaban las fotos de sus padres... una suya con Lena, la perrita de su niñez, sus caracolas, sus revistas de viajes, los libros de su madre, e incluso la pipa de su padre, allí estaba su pasado, tras la puerta estaba, ahora lo sabía seguro, su futuro, solo necesitaba decisión... puso música... eligió “claro de luna” de Debussy por se la que en noches como la pasada solía elegir. Luego cuando la aguja del giradiscos empezó su recorrido, se dirigió hacia la puerta, iba a abrirla cuando alguien llamó, la abrió y de nuevo era ella, sonreían sus ojos, sonreían sus labios, sonreían sus manos y Berto también le sonrió.
     - Hoy no vengo por agua, mis amigos y yo pensamos que si no te gustaría pasar una mañana tan hermosa con nosotros.
     - Me encantaría – dijo él, y como si fuera algo normal y cotidiano salieron juntos hacia el grupo.
     -¿Cómo te llamas?- preguntó ella mientras arrancaba una rama de hierba.
     - Me llamo Berto –
     - Yo me llamo Sole, Soledad.
     Al oír esto, su mirada, la de él, giró hacia el acantilado, buscó la roca en la que tanto penó de pequeño, “Soledad”. no podía ser de otro modo, pensó.
     En el faro, Debussy acabó de desgranar su Arabesco... la última pieza del disco, luego el silencio solo quedaba roto por el rítmico salto de la aguja en el disco ya acabado que continuaba girando.
     Giraba el disco, giraría el faro aquella noche, girarían las estrellas en el techo del firmamento y la vida, como siempre, como no puede ser de otra forma, continuaría girando.
FIN


Escrito por Okawango